domingo, 10 de octubre de 2010

Horas.

Yo nací viciado, pero cuando te des cuenta, ya será muy tarde.
En la enredadera con la que me veo envuelto, sigo contando los pasos.
Uno hacia atrás, uno hacia atrás, dos hacia adelante, uno hacia atrás y llegó a esa esquina.
Me quedo viendo de reojo, por si alguna luz sigue encendida.
Las cosas siguen su curso, la noche y el día se confunden.
No me merezco nada. No he cumplido nada.
Pero todas esas veces que prometí quedarme sentado en la vereda.
Cada noche camino encapuchado. Tengo una cajetilla de cigarrillos por si alguien gusta.
Enciendo uno, siento tres temblores antes de enfrascarme de nuevo a mis pensamientos.
Estoy sentado en la vereda, junto a los arbustos. Estoy muy cansado como para quedarme parado.
Le doy siete pitadas al cigarro, solo quiero conversar.
Dan las tantas de la madrugada, y nadie llegó.
Escupo los restos de nicotina que quedan en mi saliva, mezclados de rabia e indecisión.
Me incorporo, buscando razones por las que el frío ha valido la pena, sin encontrarlas.
Fumó lo que queda del onceavo cigarrillo. Lanzó la cajetilla al aire, como llamando la atención.
Dejo que la oscuridad cubra mi frustración. Que la humedad del ambiente no me deje admitir que estoy llorando. Camino, como camino. Me tambaleo un poco, dramatizando todas esas veces.
Esas veces que prometí quedarme sentado en la vereda.
Me arrepiento de haber venido. Me limpio el rostro, sin antes haber derramado una lágrima más.
Una lágrima dedicada a la certeza de volver y quedarme sentado en la vereda, esperando que alguien llegue, y que no llegue. No va a llegar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario