domingo, 15 de septiembre de 2013

Cultura

Cuando estas en un partido, deseas todos los resultados que te den puntos. Un empate o un triunfo. Nunca una derrota.
Yo soy raro. Me aterra el empate.
Me explico.

Empatar es un limbo. Es no tener certezas de si lo estas haciendo bien, como cuando ganas, o si lo estas haciendo mal, como cuando pierdes. Claro que puedes ganar o perder y a la vez jugar bien o mal. Pero empatar te deja sin sabor en la boca. Pudiste haber tenido más. Pero también pudiste haber conseguido menos.

A todo esto hay tres tipos de empate. Existen los empates gloriosos, pero no por glorioso son agradables ya que te dejan queriendo más. Esos empates son los que logras después de ir perdiendo en el marcador. Los consigues siempre sufriendo, ya que mientras estas perdiendo hay una certeza. El contrario esta haciendo algo mejor que tú. Y lo logras. Empatas. No importa la forma, importa que equiparaste fuerza y te da esperanza. Esa esperanza es la que te mata al final del partido, pero durante te sirve de respirador artificial.

El segundo tipo de empate es el del cero a cero. Este empate pasa desapercibido. Este empate es el más insípido. Este empate hubiera dado lo mismo jugarlo o no. Es un empate silencioso, taciturno, aburrido. Durante puedes estar convencido de que lo lograrás, o preocupado por que pueden llegar en cualquier momento. Pero al final dices en fin. Ofuscado, habiendo perdido tu tiempo.

El tercer empate es el más cruel. Es el empate de la falsa victoria. Vas ganando, crees que lo has hecho todo bien. Reboleas, canchereas, te confías. Te gustas a ti mismo. Luego llega, puede ser en el último minuto. Hasta en el descuento. Y ya no quieres saber nada. Te sientes destrozado. Sientes que lo estabas haciendo todo bien y no sabes que pasó. No quieres seguir jugando, pasas el partido con miedo. Solo quieres llegar a casa. Solo quieres quedarte sin hacer nada.

Y te vas...